
LA CRISPACIÓN ESTÁ DE MODA (cuidado con ello)
Por Enrique Fernández Longo
La palabra crispación describe y repite hasta el cansancio un agrio estado de ánimo con el que nos vamos intoxicando mutuamente. Y paradójicamente también otorga respetabilidad, comprensión y justificación. “Los demás me crispan ¡Qué se han creído!”
Este permiso social para su uso y abuso cotidiano, propagado y promovido por los medios de comunicación, está ocultando los peligros que ello trae consigo para sociedades que han ejercido y amparado la violencia durante mucho tiempo. Bertrand Russell decía en su pequeña joya, el libro “Autoridad e individuo”, publicado en la década del 40, que los psicólogos iban a tener una ardua labor para ayudarnos a poner en caja al salvaje que llevamos dentro, preparado para la guerra. Y comentaba: “yo manejo el mío con novelas policiales, a veces estoy a favor del policía y otras a favor del asesino, pero hay personas que requieren más acción”. Esa es la razón de fondo de mi preocupación: que el permiso colectivo para crisparnos legitime la crispación colectiva, que es promovida cotidianamente por los líderes políticos, especialmente los de la oposición, los que aspiran a reemplazar a los que están.
Esta última palabra, oposición, fue muy útil para el ejercicio de la democracia en otro momento de su desarrollo, pero no ahora, porque cristaliza algo que necesitamos superar, los opuestos. Los beneficios y los daños que producen los líderes políticos, son el resultado de su propia interacción y en ese sentido, aunque nos cueste verlo de esta manera, son corresponsables del ejemplo que dan a la comunidad con la calidad del vínculo que son capaces de desarrollar, con su accionar cotidiano, especialmente en la formación de los miembros más jóvenes. Los hijos de los opositores verán aliviada la tarea de comentarle a otros lo que hacen sus padres, cuando ya no tengan que decir: “mi padre es opositor” y puedan describirlo como representante e integrante corresponsable del gobierno en su conjunto, aunque no ejerza el poder ejecutivo nacional.
A esta altura de la vida, en lugar de estar centrados en lo que nos molesta, como niños malcriados y egocéntricos, deberíamos agradecer diariamente la posibilidad de vivir en sociedad, ya que no hay mejor negocio que ese. Y si no lo creemos, hagamos un pequeño ejercicio, confeccionemos una lista de todo lo que le damos a la sociedad y a continuación otra de lo que recibimos de ella, justamente por integrarla.
La vida que hemos sabido construir en conjunto, cada vez es más compleja e interdependiente. Vivimos en un mundo de procesos de innovación múltiples e interactivos que aceleran constantemente la velocidad del cambio en todos los órdenes, haciendo cada vez más inestables nuestros conocimientos y creencias. Es cierto que esta nueva normalidad es de difícil adaptación para generar conductas y comportamientos funcionales con la misma y es frecuente que continuemos apegados a los comportamientos ya aprendidos, por lo cual tenemos que estar atentos a los ajustes necesarios que faciliten los nuevos “juegos” que genera el mundo, la vida en su conjunto.
No podemos dejar de cambiar, porque el cambio es lo normal. Esto tiene una dimensión especial en el campo de la política y en el campo empresarial, y vemos que es muy difícil que los líderes que no entienden esto, puedan ser líderes nutrientes que ayudan a los otros a usar su potencial en beneficio de la comunidad, en lugar de intentar prevalecer y monopolizar el uso del poder.
España sufrió de una manera terrible la crispación durante mucho tiempo, con la penosa culminación de la guerra civil, en la que un millón de personas murieron y se generó una enorme miseria y cuarenta años de dictadura. Sin embargo, como el Ave Fénix, España renació de sus cenizas e inició un proceso ejemplar de desarrollo de su “inteligencia emocional”, como diría Goleman, con tres hechos magníficos: la transición, el Pacto de la Moncloa y su estricto cumplimiento y el proceso de entrada y crecimiento, dentro de la Comunidad Europea. España se demostró a sí misma que ser diferente, favorece la integración del aporte único y heterogéneo que ofrece cada país y en otro plano, cada individuo, que para ser diferente no era necesario aislarse. De hecho, solemos admirar lo auténtico y diferente, lo que no es una mera copia, siempre y cuando se integre en el conjunto.
Volviendo al principio, permitir que se desarrolle la crispación como algo natural, es lo peor que puede hacer una sociedad que ha sido en otros momentos de su desarrollo “adicta a la violencia”. Recordemos que las adicciones no se curan, especialmente las nuestras que son el producto de una cultura autoritaria que ha regido el mundo, con picos más persistentes en sociedades más sanguíneas y temperamentales. Volver a beber alcohol es lo peor que puede hacer un ex adicto, porque el riesgo de la recaída es enorme y el ejemplo vale con cualquier tipo de adicción.
Menos crispación, más colaboración y mejor talante, que la vida está interesantemente difícil. Por ello es imprescindible mantener y promover el buen humor, ese exquisito sinónimo del sentido del equilibrio y de la proporción. Cuidado con la tragedia que trabaja para la muerte y el bronce. Cuidado con los que creen que la parte que aportan, es el todo. Recordemos que la violencia verbal y la descalificación cruzadas son el mejor abono de la otra violencia y que, paradójicamente cuando hablamos de los otros, estamos diciendo quiénes somos nosotros, en algunos casos bastante egocéntricos e inseguros.
Para ir terminando, recordemos que el niño le pregunta al maestro para aprender, el maestro le da su conocimiento y el alumno recibe lo que es el maestro. Con los políticos, los empresarios y todos nosotros en general, no hay excepción, hagamos lo que hagamos, los demás reciben lo que somos.
Enrique Fernández Longo
Madrid, febrero 2010